Con su gracia febril paseó la Lola de Valencia por los escenarios del Segundo Imperio su cuerpo gentil a compás de boleros hispanos, moriscas miradas y golpes de abanico. Aquello supuso la irrupción de un mar de sensaciones nuevas en aquella Europa, como ésta de los negocios y la mecanización. Fue inevitablemente un acontecimiento que golpeó los sentidos de aquellos flaneurs parisinos, hasta el punto de no pasar desapercibida para aquellos primeros modernos como une fleur du mal, con su inevitable “charme inattendu d’un bijou rose et noire”, como atinadamente pudo consignar el mismo Baudelaire. Su compadre Manet, la retrató con aires de feminidad masculina y robusto orgullo de hembra. El mito de Carmen y la mujer mediterránea campeaban entonces como una proyección romántica del concepto de libertad, de lo masculino en lo femenino.