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La función de la decoración en los cuadros de Mariajosé Gallardo Soler

La función de la decoración en los cuadros de Mariajosé Gallardo Soler. Michel Hubert Lépicouché. Vca. 04.

A nadie se le puede escapar el carácter barroco- incluso manierista- de la pintura de Mariajosé Gallardo Soler: presencia en ella de más lineas curvas que rectas; exuberancia de los elementos decorativos que enmarañan con sus encajes la casi totalidad del cuadro, como si esta artista sintiera un especial horror al vacío; desarrollo de la narración utilizando escalas distintas para producir saltos de lectura en un mismo cuadro, con el inevitable resultado de ciertas distorsiones de la lógica perspectiva, en total oposición a los cánones del estilo clásico. “En todas partes donde encontramos reunidas en un solo gesto varias intenciones contradictorias, nos advierte Eugenio D’ors, el resultado estilístico pertenece al barroco” (1). Para ilustrar el efecto pictórico producido por esa vena barroca en los cuadros de esta joven renovadora de la pintura debo también recurrir a ese otro maestro del estudio del barroco que fue Severo Sarduy, quien compara el enmañaramiento barroco con ese universo que la modernidad nos presenta como si de un verdadero patchwork se tratara, donde las galaxias tejen una tapicería maravillosa con complejos motivos dentro de inmensos espacios vacíos (2).

Es evidente que Mariajosé le debe mucho a Sevilla, donde decidió trabajar (3) tras su formación académica, lugar que sigue siendo a España lo que Venecia sigue siendo a Italia en materia de pintura. Pero vivir en Sevilla también puede ser peligroso: en un momento muy difícil para la pintura, totalmente desbancada por el arte objetual y de concepto, los pintores que se dejan seducir en exceso por la exuberancia barroca de esta ciudad a la hora de manejar los pinceles, acaban casi siempre atrapados en una rutina placentera que rápidamente los limita a unos conceptos muy trillados. La proeza de Mariajosé consiste en sacar fuerzas del componente barroco de Sevilla, llevándolo a tal extremo que consigue anular todas las referencias peyorativas del folklore sevillano al llevarlo al exceso. La densidad barroca de la inspiración sevillana en sus cuadros es tal que nos perdemos en ella, como nos olvidamos de la pantalla del cine cuando una película consigue cautivarnos del todo.

Sería fácil para mí seguir el ejemplo de la niña de Lorca (aquella que se fue a la mar a contar olas y chinas, pero se encontró de pronto, con el río de Sevilla…), y limitar estas reflexiones a la vena barroca de Mariajosé, analizándola exclusivamente dentro del marco sevillano de “adelfas y campanas” (4). Pero tengo que confesar que no fue con el Guadalquivir con el que me topé mientras intentaba definir el guión que iba a seguir para escribir este texto, sino en el Tajo de Lisboa, donde acondecimientos artísticos hacía necesaria mi presencis (5). El Barroco, en Lisboa, o mejor dicho, el estilo manuelino que algunos consideran como fuente del plateresco, es un inmenso canto a la efusión de los sentidos, a la supremacía de la pasión sobre la razón, y se desborda en forma de encajes de piedras por todas partes, con lo que no paramos de recordar a Eugenio D’ors que veía en Portugal al país donde se encuentra el arquetipo del barroco (6).

Para convencerse de la validez de esta afirmación del crítico catalán, basta acudir a la iglesia “Mosteiro dos Jeronimos” situado en Belem y contemplar, desde el amplio balcón del piso superior, el juego dialéctico que mantiene la profusa ornamentación de los pilares con la estructura arquitectónica de la nave. Como todos los demás recursos barrocos, este juego se basa en una oposición o, mejor dicho, en una contradicción que también comparte la pintura cuya función es velar una superficie determinada con colores y formas para desvelar mejor lo que pretende esconder. Así vemos desde este balcón de la parte superior de los Jerónimos como nuestra mirada se ve atrapada por la lujuriante decoración que adorna los pilares, en detrimento de las perspectivas de la nave de la cual nos olvidamos por completo. Pero, de pronto, uno recuerda que lo más impor tante de un edificio barroco es el vacío que se expande entre sus pilares, muros, suelos y techos, y es entonces cuando la mirada consigue recuperar su plena eficacia, descubriendo entre los pilares unas perspectivas cuya fuga sortea poco a poco los obstáculos de la decoración hacia dentro de la nave, haciéndose cada vez más caprichosa y misteriosa.

Algo similar pasa con la exuberante decoración el las pinturas de Mariajosé, pues consigue atrapar nuestra mirada y cegarla, demorando algún momento el verdadero ejercicio de la lectura del cuadro, que debe centrarse exclusivamente en sus partes narrativas encondidas dentro del entramado decorativo. Para no salir del contexto portugués, esta función de ocultación también la observamos en algunos cuadros (Kuarup II, Os Txicão, Pajé tocando Jakui, Jakui I, todos de 1988) que Júlio Pomar dedicó a la selva amazónica después de un viaje que realizó en el Mato Grosso, utilizando unos rojos bermejos, brillantes e intensos, para cubrir sus fondos a modo de metáfora de la impenetrabilidad de la selva (7). Me permito esta relación con esas pintura de Júlio Pomar porque no cabe duda que el mundo pictórico de Mariajosé comparte con la selva más de un rasgo, como son la exuberancia arrolladora, la frescura, la vitalidad y el tremendismo en la manera de pintar, que no acepta medias tintas. Cabe aquí la posibilidad de indagar algo más en el sentido que generalmente se le da a este principio de ocultación a partir de los preceptos de Lacan, pero no creo que ahora debamos insistir con consideraciones del tipo freudiano para analizar el contenido narrativo de estos cuadros. Sólo me limitaré a recordar que, para Lacan, cualquier cuadro responde a una necesidad de ahogar dentro de su pintura el objeto invisible del deseo del autor (8). Por tanto las “historias” que nos cuenta Mariajosé en sus cuadros no sólo tiene mucho que ver con sus experiencias cotidianas vividas tanto en su taller como en la calle (véase las iniciales de su nombre y apellidos, que forman parte del entramado decorativo de algunos de sus cuadros), también debemos considerarlas como producción onírica determinad por la incesante actividad de su subconciente.

Estas reflexiones sobre el carácter “barroco” del arte de Mariajosé quedarían incompletas si no intentaríamos relacionarlo con el Pop’Art, que tanto influyó en el arte sevillano de los 80, tal y como se pudo comprobar con la evolución de artistas de la talla de José María Larrondo por ejemplo. Además, en Mariajosé, esta influencia del Pop’Art se redondea con unos recursos que pertenecieron a un subgénero de esta corriente dominada por la figura de Andy Warhol: me refiero a las láminas adhesivas reflectantes qu ella utiliza como fonde y cuyos motivos repetitivos nos recuerdan tanto al papel pintado de las paredes, como a los tejidos que los miembros del movimiento Pattern (Patrón, en español) utilizaban a finales de los setenta en la costa oeste de los Estados Unidos, recursos que en aquella época se interpretaban como una especia de manierismo del Pop, que ya se iba agotando.

Pero es por su irónica exaltación del glamour, a base de colores muy femeninos, de rosa, malva, fucsia o violeta, por lo que arte de Mariajosé pide a gritos qu se le relacione con Warhol. Y más que en los cuadros del maestro del Pop, pienso ahora en el film Lupe (9) producido por la Factory de Warhol en 1965, cuyo ambiente refleja las mismas preocupaciones por exaltar la sensibilidad femenina vinculada en este caso al glamour de Hollywood y que Mariajosé traslada en “Otras historias de amor y sentimientos” con 45 besos de fotonovela y “Tele pop”. Este film es uno de los tres que Warhol realizó entre 1965 y 1966 sobre los escándalos que afectaron a algunas actrices de Hollywood. Con Lupe, Warhol nos cuenta las últimas horas de la actriz Lupe Velez antes de suicidarse. Su característica principal reside en un montaje qu asocia constantemente dos imágenes distintas a la vez, de tal manera que la pantalla está siempre dividida en dos partes iguales. Esta estructura bipolar recuerda evidentemente los saltos de lectura que producen en los cuadros de Mariajosé la dicotomía entre la parte decorativa y la narrativa. Por el lado izquierdo vemos a Edie Sedgwick en el papel de Lupe Velez en un apartamento de Park Avenue, acostada en una “chaise longue” que se refleja en un inmenso espejo, acicalándose y maquillándose en un ambiente totalmente parecido al que vemos en los cuadros de Mariajosé, mientras que por el lado derecho la misma actriz se mueve en un ambiente mucho más frío, de tonos azulados, hasta que aparece caída, con la cabeza metida dentro de la taza del váter. Con este film Warhol consiguió desmantelar la unicidad lineal del tiempo cinematográfico mediante la utilización de técnicas divisorias y la división misma de la pantalla, sugiriendo tensiones psicológicas qu llevan a la ruptura del ego: la escena del minucioso maquillaje promete un final deslumbrante, pero sólo conduce a que veamos a la protagonista acabar con la cabeza metida en la taza del váter.

No he querido utilizar el film de Warhol so pretexto de insinuar que la dicotomía de los cuadros de Mariajosé, entre la parte decorativa y narrativa, pueda también comprenderse como otro ejemplo de quebradura de la unicidad del yo. El solo hecho de que estas obras figurativas compartan el mismo ambiente de glamour femenino, con profusiones de encajes y colores tiernos, basta para que las podamos relacionar dentro de una evolución natural del pop a partir de Warhol. Ahora bien, no cabe duda de que la simple oposición entre la parte decorativa y la narrativa en los cuadros de Mariajosé implica no solamente unas tensiones del tipo plástico, sino también la introducción de elementos psicológicos inherentes a cualquier intento de narración y cuya vinculación con la personalidad de la narradora hace que se perciba como un recuso más que anecdótico. además de que nunca debemos pasar por alto el valor simbólico de los componentes de cualquier cuadro, sobre todo cuando muestra imágenes de serpientes o accesorios domésticos fabricados con piel de cocodrilo, títulos como “Uñitas pop2, “Hágalo callard para siempre”, “Tigresa o maldita la gracia de besar labios peludos”, “Magic set rings”, “Culipardo. Meneando el alma y el trasero”, “Un acto sacrificado y redentor” y “Culto a la domesticidad”, entre muchos otros, no pueden haber sido elegidos gratuitamente, sino para advertirnos del trasfondo literario que esconde con tanta eficacia el peculiar entramado decorativo de estas obras.

Pero aquí no nos engañemos, está claro que si Mariajosé ocupa este puesto destacado dentro de la renovación pictórica en Sevilla es principalmente por el valor intríseco de sus recursos plásticos que le permiten elaborar una obra muy personal, rotunda, llena de fuerza y de sentimiento. Nadie puede quedarse indiferente ante la fascinación que suscita la saturación barroca en sus cuadros, encajes preciosos que, después de tanto anti-arte, nos devuelven el placer de disfrutar con la estética. Quizás no haya mejor conclusión para este texto que el final que Gonzalo Suárez le dió a su película Epílogo (10), un film que trata de las relaciones tormentosas que unen a dos escritores ante el reto de la escritura, Ditirambo y Rocabruno. Después de mostrarnos cómo Gonzalo Suárez relanza una infinita de veces la historia, con historias dentro de la historia, el film acaba con la voz en off de Rocabruno acompañada por las imágenes de lo que cuenta, ya muerto, a una joven protegida suya: “la historia, dice, (o mejor la madre de todas las historias), empieza por una joven que avanza por los pasillos de un hotel. La joven se detendrá ante una puerta y llamará. Cada vez que la puerta se abra, la historia sucederá”. En los cuadros de Mariajosé, la puerta es el entramado decorativo. Cada vez que se abra ante la insistencia de nuestra mirada, no sólo la historia sucederá, sino que sucederá el cuadro entero.

Notas (1) Eugenio D’ors, Du Baroque, Folio essais, Gallimard, París, 2000. Versión francesa de Mme Agathe Rouart-Valery. Pág. 29. (2) Severo Sarduy, Barroco, Folio essais, Gallimard, París, 1991. Versión francesa de Jacques Henric y del autor. Pág. 16. (3) Por pertenecer al colectivo Sala de eStar. (4) Federico García Lorca, [Mi niña se fue a la mar], Obras completas, Aguilar, Madrid, 1964. (5) Inauguración de la exposión de José Manuel Ciria en la Galería Antonio Prates, Lisboa, el viernes 15 de Octubre del 2004. (6) Eugenio D’ors, Opus cit., pág 139. (7) La antítesis de este principio de ocultación que Mariajosé delega en su espectacular entramado decorativo, la tenemos en el cuadro Ornamento escondido de Pedro Calapez (políptico compuesto por 34 paneles de 505x545cm, acrílico sobre aluminio, 2002, y cuya coloración se limita a tres tonos del color rojo), que el Departamento de conservación del patrimonio artístico portugués ha colgado con mucho acierto en uno de los tramos de la escalera que permite el acceso al nivel superior del monasterio de Belem, pues está claro que ha sido elegido para servir de contrapunto a la prolífica decoración manuelina del edificio. En este cuadro, las líneas más visibles son las de la figuración debido a la intensida de sus trazos, mientras que las que la del entramado decorativo apenas se distinguen del fondo uniforme. (8) Jacques Lacan, Les quatre concepts fondamentaux de la psychanalyse, texto establecido por Jacques-Alain Miller, col. Points Essais, Les Editions du Seuil, París, 1990. (9) Andy Warhol, Lupe, film en 16mm., y de 36 mn. de duración. The Andy Warhol Museum de Pittsburgh y Museum of Modern Art of New York. Actores: Edie Sedgwick, en el pape de Lupe Velez, y Billy Name, que participaba a la Factory y que hace de peluquero en esta obra. (10) Gonzalo Suárez, Epílogo. Intérpretes: José Sacristán, Francisco Rabal, Charo López. 1983. Duración 87mn.